La Rebelión Encapuchada
En
cada ocasión que los estudiantes y las organizaciones populares se
movilizan en el espacio público, los medios de comunicación al servicio
de las clases dominantes chillan al unísono: ¡Violencia! Se suceden las
imágenes de jóvenes encapuchados que levantan barricadas, arrojan
piedras sobre la fuerza pública y destruyen parte del equipamiento
urbano. Los conductores de televisión, los reporteros en la calle y una
variada gama de opinólogos condenan rápidamente los hechos. Se suceden
sin ningún rigor conceptual anatemas tales como: “Violentistas”,
“terroristas”, “anarquistas”, “lumpen”, “delincuentes”, etc. Pero nadie,
no obstante, se ha preocupado de analizar de manera rigurosa las causas
que precipitan la comisión de los actos violentos y mucho menos se ha
intentado explicar el profundo trasfondo político que subyace a este
tipo de protesta.
Quienes
protagonizan este tipo de manifestaciones son personas (mayoritariamente
jóvenes populares), profundamente molestas con el sistema de dominación
de clase existente actualmente en el país. Están molestos con el modelo
económico que los explota a ellos, a sus hermanos o sus padres; están
molestos con la estructura inequitativa de la sociedad que condena a una
parte importante de la población a la miseria o al endeudamiento
crónico; están molestos con la represión policial, que golpea
cotidianamente sus poblaciones; están molestos con el imaginario
simbólico que recrea un mundo de fantasía que sólo se encuentra
disponible para unos pocos privilegiados. Existe un largo acumulado de
tensiones, frustraciones y desencantos que se han venido acentuando y
que, hoy día, en el marco de las movilizaciones sociales (estudiantiles,
medioambientales, indígenas y recientemente de trabajadores), se
expresan como rebeldía popular.
Se
trata de una rebelión espontánea, en la cual no se visibiliza con
claridad ningún tipo de centralidad ideológica. No, a lo menos, como se
observó en América Latina y Chile entre las décadas de 1960 y 1980.
Tampoco se pude negar la existencia de organizaciones sociales y
políticas que se reconocen en núcleos ideológicos, como el anarquismo o
el marxismo, que participan activamente en los enfrentamientos
callejeros. Pero, a mi juicio, estas organizaciones no poseen hoy día un
control efectivo sobre dicho enfrentamiento. Es más, una parte de las
acciones violentas que se han podido observar recientemente carecen de
conducción política y de orientación ideológica: Por ejemplo, los
ataques a pequeños establecimientos comerciales y el saqueo de colegios
en la periferia urbana. No obstante, en estas acciones, así como en los
ataques contra los grandes supermercados, las cadenas de farmacias, las
instituciones financieras o los centros comerciales, existe un
denominador común: La rabia. De ahí que estas acciones continúen
expresando el profundo descontento social que la inequidad ha venido
construyendo.
Es más, la
espontaneidad de las acciones violentas remite, incluso, a la forma
escasamente estructurada que poseen los ataques contra los dispositivos
represivos del Estado. La masa arremete contra carabineros sin
planificación operativa alguna y, normalmente, armada sólo con los
recursos que provee el medio urbano (piedras y adoquines). Por lo mismo,
se puede caracterizar como una violencia de baja intensidad.
Particularmente si la ponemos en relación con los conflictos sociales y
políticos que se viven actualmente en Colombia, México o Brasil.
Cabe
señalar que este tipo de manifestaciones no son en absoluto novedosas.
Por el contrario, a partir de la segunda mitad del siglo XIX se hicieron
particularmente recurrentes. Cada vez que se producía una crisis
económica que afectaba a la subsistencia de las clases populares o en
cada oportunidad en que la legitimidad del régimen político experimentó
un importante grado de deterioro, la furia popular irrumpió en el
espacio público. Sólo por mencionar algunos hitos emblemáticos podemos
referir, el motín de los tranvías de 1888, la huelga de la carne de
1905, el motín urbano de abril de 1957 y las protestas populares contra
la Dictadura Militar del ciclo 1983-1987. En todas esas ocasiones, y en
muchas más que podríamos enumerar, los manifestantes saquearon o
intentaron saquear los establecimientos comerciales de la burguesía,
atacaron tanto la sede de gobierno como los palacios señoriales en los
cuales se regocijaba y ostentaba impúdicamente su riqueza la oligarquía,
se enfrentaron con las fuerzas represivas del Estado y destruyeron
parte del equipamiento u ornamentación pública. En todas esas
oportunidades, además, la represión, al igual que hoy, actuó con
particular saña y alevosía. Es importante señalar que en este tipo de
manifestaciones siempre los muertos se encuentran en las filas de los
que protestan; no de quienes reprimen. Por el contrario, quienes
históricamente han masacrado al pueblo han recibió premios y ascensos;
como fue el caso de Roberto Silva Renard, el general responsable de la
matanza de la Escuela Domingo Santa María de Iquique en 1907. Mientras
que hoy día los crímenes alevosos, como el de Manuel Gutiérrez, son
calificados como “violencia innecesaria causando la muerte”, lo cual
supone para el criminal, en el peor de los casos, una condena de tres
años de prisión.
En el contexto de
esta asimetría de fuerzas y de recursos los medios de comunicación al
servicio de la burguesía cumplen la tarea de criminalizar la protesta
popular. Pero lo que sucede hoy día con los medios de comunicación no es
muy diferente de lo que ocurría a comienzos del siglo XX, en el
contexto de la emergencia de la llamada “cuestión social”.
Efectivamente, las protestas obreras, que demandaban mejores condiciones
laborales y de vida, no sólo eran violentamente reprimidas; también
eran criminalizadas. Quienes protestaban eran “enemigos de la patria, de
la propiedad y de la religión”. Hoy, como ayer, existe un control
monopólico sobre los principales medios de comunicación; tanto impresos
(El Mercurio y COPESA), como en radio y televisión. Ello hace que la
línea editorial referida a la conflictividad social se uniforme: Las
demandas son “desmedidas”, los estudiantes son “intransigentes”, las
propuestas están “ideologizadas”, etc. Luego, ante la imposibilidad de
invisibilizar la protesta, se instala el discurso homogenizador en torno
a las formas correctas de movilizarse: Lo lúdico, lo festivo, lo
carnavalesco. Y, de la misma manera, se encuadra el “sentido” de la
manifestación: Que sea autorizada, que se desarrolle donde las
autoridades quieren, que programáticamente se ajuste a lo que el sistema
puede ofrecer y que se autoregule en su trayectoria y desarrollo. En
consecuencia, toda manifestación que rompa con las “formas políticamente
correctas de expresarse” es rápidamente anatemizada y criminalizada. No
obstante, lo que más llama la atención es esta verdadera ausencia de
profesionalismo o rigor de los periodistas adscritos a estas cadenas,
que no sólo no hacen su pega, sino que se convierten más bien en
espurios portavoces del gobierno o de los patrones. A ese efecto habría
que destacar que situaciones de violencia “estructural”, como la
desigual distribución de la riqueza, la explotación laboral, la
expoliación comercial de las grandes cadenas de retail o la usurpación y
represión de que han sido objeto históricamente los mapuche, o no
concitan el interés periodístico o son rotuladas con eufemismos. Por
ejemplo, estos medios jamás han hablado en el caso de Manuel Gutiérrez
de asesinato o de alevosía. Se han referido a su deceso como “la muerte
del joven poblador”; como si se hubiese muerto en su cama de causas
naturales. Pero si han enfatizado en el arrepentimiento que habría
mostrado el carabinero que lo mató. Estas violencias estructurales son,
sin lugar a dudas, un factor clave en el desencadenamiento de las
violencias reactivas que protagonizan los jóvenes populares.
Otro
aspecto particularmente preocupante es la configuración de un escenario
de enfrentamiento “horizontal” entre quienes participan de las
manifestaciones populares. Al respecto creo que es necesario considerar
dos situaciones. Por una parte, se puede observar un importante grado
segmentación social entre quienes protestan. Efectivamente, una parte de
los estudiantes adscritos a las carreras profesionales aparentemente
más exitosas (medicina, ingenierías, derecho, etc.), provienen de
estratos socioeconómicos más acomodados o dotados de un mayor “capital
cultural”. Estos estudiantes universitarios se refieren a los jóvenes no
universitarios (secundarios y subocupados), como: “flaites”,
“sopaipillas”, “lumpen”, etc., reproduciendo, de esta forma, el discurso
estigmatizador y criminalizador del gobierno y los patrones. Luego,
encuadrados en el discurso de la “manifestación políticamente correcta”,
se pueden llegar a convertir en delatores (cuando señalan a sus
compañeros a la policía), o en agentes directos de la represión (cuando
detienen y entregan a la misma policía a estos compañeros). Hay mucha
irresponsabilidad en el gobierno, en los medios de comunicación e
incluso entre algunos dirigentes sociales, cuando impelen a estas
personas a enfrentarse con los manifestantes encapuchados. El día de
mañana si se llega a producir un enfrentamiento fatal la responsabilidad
política estará entre quienes incitan al conflicto fratricida.
Otra
línea de interpretación remite a los dos fundamentos constitutivos de
la sociedad de clase en Chile: El orden público y la propiedad. Si
debemos reconocerle un mérito a la oligarquía primero y la burguesía
después, fue haber elevado estos dos principios a la condición de
valores naturales; alcanzado incluso un importante nivel de
transversalización social. Muchos creen, hoy día, que tienen algo que
perder: Un auto, un pequeño negocio, la casa. Y lo meritorio del sistema
fue haber instalado en este sector de la sociedad que la amenaza la
constituye el “otro” desprovisto o precarizado. De aquí surge el viejo y
reiterado discurso fascistoide de la “mano dura”. Cualquier amenaza a
la propiedad deviene en amenaza al orden público. En consecuencia el
recurso a la represión se valida ampliamente.
En
este contexto la violencia encapuchada se convierte, también, en una
rebelión simbólica y cultural. Es la rebelión contra todas las formas
inveteradas que ha asumido la subordinación; es el rechazo al “mandé
patrón”, “como usted diga jefe”, “perdone mi cabo”. El encapuchamiento
rompe con toda forma de subordinación y en cuanto ruptura constituye una
disonancia no sólo para el Estado y los patrones, sino que, también,
para quienes han internalizado el discurso oficial. No obstante
encapucharse es un acto político, en cuanto expresa la voluntad de
rebelión frente a las condiciones estructurales de la violencia
(económica, social y política) y, por otro lado, es un gesto de desafío
frente a la pusilanimidad con la cual se ha hecho política en Chile.
Dr. Igor Goicovic.
Académico de la Universidad de Santiago de Chile.
Director del Magister en Historia de la Usach.