Cuando todavía humeen los escombros del infierno que azotó Valparaíso, vendrán las recriminaciones, las acusaciones, y la eterna y estéril búsqueda de responsables. Para algunos, por ahí pasó la mala suerte. Los más audaces, responsabilizaran a la gente que elige vivir en situaciones de riesgo. Los religiosos, a un castigo divino
Pero la verdad es que eso que humea entre los escombros y la pena de la gente, no es otra cosa que neoliberalismo en su estado puro.
Una periodista proveniente de Neptuno o Plutón, pregunta a un poblador por qué elige vivir ahí. La respuesta es de este planeta: los pobres no eligen donde vivir.
Y así es. Los pobres lo hacen donde le permite la subsidiariedad del Estado y por lo general, llega con sus miserias a formar guetos alejados de la vistas de los turistas y los poderosos que detestan tener a la vista a esas villas miserias.
Así ha sucedido en las grandes, medianas y pequeñas ciudades de nuestro país. Los pobres no deben salir en la foto de este país soberbio en macro cifras, que por pura mala suerte no se ubica cerca de Luxemburgo o en la Costa Azul.
Resulta natural que siempre que arrecia una tragedia de cierta magnitud, los que pagan las consecuencias son exactamente los mismos pobres, ya sea que habiten el enorme campamento iquiqueño de Alto Hospicio, los cerros olvidados de la parte alta de Valparaíso, las frías estribaciones de los volcanes sureños o purguen años en una cárcel abarrotada.
Como si fuera un destino inmodificable, los pobres salen en las noticias sólo cuando los azota la tragedia.
Pudimos ver muy de cerca el incendio a una hora demasiado temprana como para pensar que no podía ser controlado. El aire olía a desgracia y las caras asombradas de los habitantes de esas favelas porteñas no hacían más que mirar esa colosal columna de humo a la espera que cambiara la dirección del viento.
La ciudad se comenzaba cubrir con el olor de las casuchas calcinadas. Y habría que esperar mucho para que se vieran en el horizonte los primeros avioncitos de juguete lanzando agua que se evaporaba antes de tocar tierra, y luego algunos helicópteros que iban y venían dejando caer un volumen de agua francamente risible, comparado con esa masa terrible de fuego.
Mientras tanto, en hangares secretos, al amparo de los ojos inconvenientes y del polvo que daña los mecanismos, centenares de aviones hechos para matar, descansan a la espera de una guerra nunca llegará. Y más allá, inmensas moles de acero mantienen sus orugas y cañones disponibles para los primero combates que nunca serán. A menos claro, que sea en contra del pueblo, como ha sido tantas veces.
Estas tragedias confirman la necesidad de deshacerse de los F 16, los Leopard, y de cuanto juguete de muerte exista y destinar esas fortunas a mejorar las condiciones de vida de la gente.
Es hora de hacer un trueque de esas maquinarias de muerte, por aviones que apaguen incendios y vehículos que salven seres humanos.
El enemigo de la nación no es el país vecino. No son los pueblos del otro lado de la cordillera. No son una amenaza para la seguridad del país la existencia de otras gentes, con otros puntos de vista y otros valores.
El enemigo de la gente es la pobreza en sus versiones encubiertas y desembozada. Es el abandono, la segregación y el desprecio. Es el efecto que hace sobre la gente el modelo económico que campea en esas poblaciones y que de vez en cuando se disipa en forma de humo.
El enemigo de la gente, la nuestra y de toda la humanidad, es la existencia de millonarios más allá de toda razón, lógica o entendimiento. Esos que no dudan en enriquecerse a costa de la depredación de la naturaleza, hombres, mujeres y niños, incluidos.
El verdadero peligro para las personas humildes es la casta de políticos, corruptos, ambiciosos, sucios, matreros, rábulas, fuleros, mediocres, sumisos al poder; son los empresarios sin alma, los presidentes, presidentas, generales, almirantes y gerentes cobardes, mentirosos, cínicos. Todos miembros de la misma piara que pulula en los palacios, los fortines y las mansiones.
Es cierto. Por ahí pasó la muerte tantas veces. Pero ni por asomo la mano del Estado, de las instituciones, de las autoridades obligadas a tomar medidas para prevenir sucesos luctuosos.
Esos pobreríos salen en las noticias no más cuando les caen los remanentes de la política económica en sus versiones de tragedias como estas, o cuando la delincuencia, hija predilecta de la pobreza, llama la atención de los matinales y periodistas poca cosa.
Y, por cierto, cuando de vez en cuando la gente entiende que sólo peleando se conquistan los derechos que el sistema les quita en su eterno egoísmo, y se alza.
Y ya viene haciendo falta una gran rebelión de la gente apaleada, despreciada, quemada, terremoteada. Es necesario un momento en que se entienda que nada es eterno, cuando se adquiere la convicción de hacer que las cosas cambien. Y que la fuerza reside en la pelea de todos juntos.
De la presidenta para abajo, los funcionarios se refieren a la fuerza y coraje del porteño y su capacidad para remontar todas las tragedias que han sido.
Viene siendo la hora que el porteño y todo el resto de los habitantes golpeados por lo que sea, utilice esos atributos que se les cuelga para sobarles el lomo, para enojarse de una vez por todas y llevar sus broncas acumuladas hasta donde reside el origen de sus miedos, fracasos y pobrezas, y desplegar ahí, en donde están los que les roban el voto y el alma, el cataclismo necesario que genera una rabia bien dirigida, y ahora sean ellos a los que les toque la tragedia, aunque sea por la terrible vía de dejar de ganar un poco menos de todo lo que ganan.
Publicado el 14 Abril 2014 Escrito por Ricardo Candia Cares- Clarín
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