Es absurdo pensar que el gobierno está sin
estrategia frente al conflicto de Aysén. Por el contrario, se ha movido
de manera calculada para provocar el desgaste moral de los habitantes de
la región y el aniquilamiento de su fuerza política, manteniendo la
apariencia de que desea dialogar, pero efectivamente sin hacerlo. El
anuncio de aplicar la Ley de Seguridad del Estado refuerza esa línea.
Así, de manera inadvertida Aysén se ha transformado en una zona de escarmiento para el resto del país, que, en los cálculos del gobierno, tiene un costo político menor perfectamente asimilable.
A través de una combinación de medios
políticos, económicos, de información y policiales, usa el conflicto
para ensayar una estrategia de contención frente a la eventualidad de
nuevos movimientos y demandas similares en el resto del país.
Como lógica de acción, lo que está haciendo recuerda muchos aspectos
de la llamada doctrina de la guerra de baja intensidad. Una mezcla del
uso controlado de la fuerza con tropas especiales de Carabineros, la
presencia de representantes civiles que se despliegan para sostener una
imagen de diálogo sin generarlo efectivamente, y una vasta acción de
información como operación psicológica, en la que aplicar la Ley de
Seguridad Interior, crea el modelo chilensis de cómo dominar los
conflictos sociales y no solucionarlos.
En las esferas de
gobierno, la disolución de la autoridad, principalmente la del
Presidente de la República, es un problema de encuestas que saben
repercutirá en los resultados electorales de su alianza política, y
tratan de mitigarlo. Lo que no parecen comprender es el impacto que ello
tiene también en el régimen político, en el cual la figura presidencial
es gravitante.
Llama la atención que esa acción implique, sin que al parecer les
importe mucho, desprenderse de manera definitiva de los atributos
políticos básicos que sostuvieron el proceso democrático desde 1990
hasta ahora, esto es, el respeto por la reglas del juego económico, la
estabilidad política y la paz social. Con las naturales diferencias
entre los actores políticos, ellos fueron respetados. Ahora, en sólo dos
años de gobierno han desaparecido del discurso público o se encuentran
seriamente amenazados.
No cabe duda que los problemas que hoy enfrenta el país tienen una
maduración más larga que exime al gobierno actual de parte de la
responsabilidad de su origen. Sólo parte, pues el sistema obliga a
acuerdos para los cambios y problemas mayores, que también estuvieron en
manos de la actual alianza gobernante. Pero la eclosión intempestiva y
virulenta de algunos de ellos, como las demandas por igualdad regional o
por ciertos derechos constitucionalmente garantizados como la educación
y la salud, han encontrado en la visión que hoy domina a los
gobernantes, el terreno propicio para amenazar la paz social y eso es
solo el logro del gobierno de Sebastián Piñera.
Para el actual gobierno, al contrario de lo que ocurre en las
democracias occidentales donde la economía es un instrumento de la
política, la política se supedita a la economía y a las tasas de
interés. Los valores intangibles de la nación, como la cohesión social,
la integración territorial, su patrimonio natural, son aspectos
funcionales del ejercicio práctico del poder y no parecen tener valor
intrínseco.
Los manuales más simples de conflictos indican que no se debe
despreciar la carga emotiva de los adversarios, a menos que se desee
exasperarlos, para dividirlos y destruirlos. El gobierno trata a la
gente de Aysén como adversarios y no como ciudadanos de su territorio, y
los exaspera, teniendo la posibilidad de calmarlos, estabilizar el
conflicto y solucionar sus demandas. La mente del gobierno no está en
eso. Está en otra parte. Y ello lo distancia de la masa social y pone la
tensión de un malestar permanente. Con ello la paz social del país se
ve amenazada, pues lejos de convencer a todos los ciudadanos que tienen
demandas de que deben resignarse, lo que hace tal política es elevar el
tono de las respuestas.
En las esferas de gobierno, la disolución de la autoridad,
principalmente la del Presidente de la República, es un problema de
encuestas que saben repercutirá en los resultados electorales de su
alianza política, y tratan de mitigarlo. Lo que no parecen comprender es
el impacto que ello tiene también en el régimen político, en el cual la
figura presidencial es gravitante. La solución de parte del problema
parece ser la construcción de un concepto de autoridad basado en el uso
exclusivo de la legalidad, prescindente de una buena gestión política de
los conflictos bajo el prisma del bien común.
En las protestas estudiantiles de 2011 y en el conflicto de
Magallanes se vio un uso meramente formal de las leyes y la autoridad,
sin acompañarlo del imperio de la legitimidad, es decir, de una
percepción ajustada de los niveles de aceptación en la ciudadanía. Ello
fue notorio en la actitud del ministro de la época y hoy embajador,
Felipe Bulnes, que incluso generó un roce entre él y el Primer
Mandatario por la reunión de este con los líderes estudiantiles.
Esa manera de actuar transforma los conflictos en gallitos interminables,
cuyos costos pasan íntegros al régimen político, y golpean en especial
la capacidad de gobernación de La Moneda. Ello y la insinuación
constante de la posibilidad de reformas políticas para las que no existe
real voluntad, en medio de un clima electoral y de agitación
social, generan la sensación de un sistema político a la baja en su
estabilidad. Como alternativa, la oposición parlamentaria, fuera del
retorno de Bachelet, parece tener poco que ofrecer.
Finalmente, ha sido el Presidente quien ha blandido la reforma
tributaria como signo de intrepidez política. No cabe duda que ella es
necesaria, pero impulsarla como él lo hace, por fuera de su propia
alianza política, es una clara señal que no la piensa en serio, y que
las reglas del juego económico ya son un bien depreciado. La
acumulación de demandas insatisfechas, entre ellas la regional y la
educación, es uno de los resultados del funcionamiento político del
modelo y no de sus solas variables técnicas, razón por la cual comparte
responsabilidades con la ex Concertación.
Introducir las correcciones necesarias es un ejercicio de voluntad
política de los actores, que involucra crecimiento y desarrollo, es
decir visión de país, por lo que se esperaría algo más sólido que un
anuncio cercano al populismo. La credibilidad del gobierno y del
Presidente son bajas, como indican todas las encuestas. Un análisis
equilibrado de lo hecho, particularmente en la actividad legislativa, da
una visión clara de su vocación financiera y su opción por los nuevos
negocios. El resto se administra con manuales, incluidos los de
seguridad interna y guerra de baja intensidad. De ahí que territorio,
sociedad y país resulten abstracciones coyunturales más bien lejos de la
gobernación y el desarrollo. Si ello es así, los conflictos serán algo a
lo que nos tenemos que ir acostumbrando.
Por Santiago Escobar
Tomado de: El Mostrador
Equipo de Prensa
Radio Popular Enrique Torres
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