“No se olvida a
nadie y nada se olvida”. Es lo que está grabado en oro en la piedra de
granito, directamente detrás de la estatua de la Patria, que extiende
sus brazos en señal de sufrimiento.
El Cementerio Memorial
Piskariovskoye está en la ciudad de San Petersburgo, tiene 186 fosas
comunes en las que están enterradas cerca de medio millón de personas,
incluida la mayor parte de mi familia materna.
En la
Segunda Guerra Mundial, durante 900 días (2 años y medio), la ciudad de
Leningrado se mantuvo firme, desafiando el asedio más horrible de la
historia moderna. Detuvo el avance de las tropas nazis, resistió
continuos bombardeos aéreos, un frío glacial, hambre y la falta de todas
las necesidades básicas. Casi la mitad de la población desapareció
quemada por las bombas, congelada en trincheras y en apartamentos sin
calefacción o muerta de hambre.
Esta capital cultural de
Rusia realizó el máximo sacrificio: se alzó en desafío y valor y jugó un
papel importante en la derrota del nazismo, y por lo tanto salvó al
mundo.
Todo esto mientras la mayor parte de Occidente colaboraba con el nazismo o trataba de “apaciguarlo”.
Naturalmente
la URSS en general y Leningrado en particular, no salvaron al mundo que
pertenecía a la raza blanca; salvaron al mundo de “no humanos”, según
los fascistas alemanes, de seres exterminables: gente del subcontinente
indio, africanos, judíos, gitanos, eslavos y la mayoría de los asiáticos
y árabes.
Con la derrota del fascismo, el colonialismo
también recibió un golpe decisivo (ya que el fascismo y el colonialismo
están hechos del mismo material), permitiendo a docenas de naciones de
Asia y África que lograran la independencia y la libertad. Por lo menos
por cierto tiempo; por lo menos hasta que las naciones occidentales
lograron reagruparse.
Es algo que, naturalmente, nunca
perdonaron las capitales europeas y norteamericanas. La Unión Soviética y
todos sus ideales y principios se han vilipendiado y se han arrastrado
por el barro. Aunque salvó al mundo del nazismo, se hizo común
compararla con la Alemania fascista, y numerosos intelectuales
occidentales progresistas adoptaron ese juicio torcido e insultante.
Sentado
en un banco cerca de la Estatua de la Patria, estaba en compañía de
Artem Kirpichenok, uno de los principales historiadores rusos; un judío
que vivió en Israel durante 15 años pero decidió volver a su nativa San
Petersburgo después de desilusionarse debido al racismo y la
discriminación institucionalizada de las minorías residentes en el
Estado judío.
“Es increíble que la propaganda occidental
haya logrado que la mayoría de la gente del mundo crea que el nazismo y
el comunismo soviético sean comparables”, dije. “Incluso algunos
intelectuales progresistas pronuncian ambos "ismos” al mismo tiempo”.
“La
Alemania nazi, así como Inglaterra, EE.UU. y Francia, se basaban en un
modo de pensar racista y colonialista, principios ampliamente aceptados
por la burguesía occidental en los años treinta”, dijo Artem
Kirpichenok. “Hitler estaba construyendo su imperio en Europa Oriental
basándose en el diseño colonial británico en India. Las teorías racistas
nazis no diferían demasiado del racismo en el sur de EE.UU. o de las
teorías raciales de los imperios francés, belga, británico u holandés
implementadas en las colonias. El colapso del Tercer Reich afectó
fuertemente todos esos ideales de colonialismo y racismo. Y la Unión
Soviética fue el principal “culpable” de ese colapso. La base ideológica
de la dominación europea sobre Asia, África y Latinoamérica resultó
dañada”.
Evidentemente fue algo imperdonable.
Durante
el sitio, mi abuela maternal cavó trincheras en las afueras de la
ciudad. Combatió a los alemanes y fue condecorada en varias ocasiones
por su coraje. No tengo idea de cómo lo hizo, cómo logró combatir y
sobrevivir, era tan amable, frágil y muy tímida, Muchos años después de
la guerra, años después de mi nacimiento, mientras me leía poemas y
cuentos de hadas, me resultaba muy difícil imaginarla sosteniendo una
Kalashnikov, granadas de mano o incluso una pala. Pero lo hizo;
combatió, y estaba dispuesta a morir por lo que, entonces pensaba, era
la batalla épica por la supervivencia de la humanidad. Y estuvo muy
cerca de morir en diversas ocasiones.
Era una señora
cristiana ortodoxa, pero también firme partidaria del comunismo, una
combinación extraña. Se casó con mi abuelo, un brillante musulmán de la
minoría china en Kazajstán, Husain Ischakov, lingüista y Comisario de
Salud y más tarde de Suministro de Alimentos (básicamente un puesto
ministerial en aquella época).
Lo que siguió fue un
fragmento que parece cortado directamente de la propaganda oficial
occidental. Mi abuelo cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y
ejecutado. En 1937 (el primer recuerdo que mi madre tenía de su
‘infancia’) ese hombre alto y elegante estaba inclinado sobre la cuna,
levantando a mi madre en sus brazos y apretándola contra su pecho, antes
de que se lo llevaran los agentes del Estado hacia el olvido y la
eternidad. Lloraba cuando le miró la cara; sabía exactamente lo que le
esperaba. Nunca volvió.
Mi abuela combatió. Fue
condecorada. Pero no obstante, cuando terminó la guerra, fue arrestada y
arrojada a la cárcel por “casarse con un enemigo del Estado”. Pasó años
en prisión mientras mi madre vivía en el infierno, prácticamente como
una huérfana. Cuando liberaron a mi abuela dijo a mi madre: “Fue tan
terrible que pensaba: dos años más aquí y me colgaré”. Pero nunca
traicionó a mi abuelo: todo lo que tenía que hacer era firmar que
“lamentaba” haberse casado con él. Nunca lo hizo. Obviamente, su lealtad
le era más importante que su propia vida.
¡Abandonó esa cárcel, como cristiana ortodoxa, y siguió siendo comunista!
Finalmente
"limpiaron" el nombre de mi abuelo; volvió a ser un "héroe", póstumo.
Escribieron libros sobre él y permitieron que mi madre estudiara
arquitectura.
Lo que le pasó a mi familia fue por cierto brutal y
terrible. Y sería demencial afirmar que la URSS fue un paraíso en la
tierra.
Pero estamos hablando de los años treinta y
cuarenta. Y en ese contexto, la URSS fue definitivamente más humana que
Europa Occidental o EE.UU. Discutir ese hecho sería negar las
estadísticas más básicas.
“Comparemos”, me dijo
repetidamente uno de los escritores más destacados del Sudeste Asiático,
el novelista Pramoedya Ananta Toer, quien fue nominado innumerables
veces para el Premio Nobel de Literatura, pero nunca lo recibió porque, a
diferencia de Solzhenitsin, estuvo en los campos de concentración
equivocados, pro occidentales. “Recordemos que todo ocurre en un
contexto histórico”.
La propaganda occidental logró poner
en pie algunas mentiras tremendamente efectivas, verdades a medias y
patrañas totales, que no podían comprobarse o cuestionarse (lo que no
significa que la mayoría de la gente haya intentado hacerlo): el número
de víctimas de los gulags fue exagerado y regularmente se
sumaba con el número de criminales políticos y comunes (en la época de
Stalin se enviaba a todos los condenados por cualquier crimen a cumplir
su condena a algún tipo de campo de trabajo en condiciones terribles, ya
que el país seguía siendo pobre. Muchos prisioneros nunca volvieron).
Algunos
miembros de las elites intelectual y militar soviéticas (incluido mi
abuelo) fueron ejecutados. ¿Pero se debió solo al ‘terror estalinista’?
Muchos analistas (rusos, chinos y otros) afirman ahora que el aparato de
espionaje nazi infiltró exhaustivamente los servicios de inteligencia
soviéticos. Alemania quería librarse de los dirigentes y generales
soviéticos más talentosos, leales y tolerantes. Los identificaron y
comenzaron a inyectar y propagar la información más dañina, pero
amañada, sobre su deslealtad. Mi abuelo, por ejemplo, fue ejecutado por
la acusación de ‘espiar para Japón’, una acusación ridícula pero en algo
‘lógica’ ya que era lingüista y hablaba varios idiomas asiáticos.
Y
además, Stalin y los que lo rodeaban tenían muchos motivos para ser
‘paranoicos’: la hostilidad de Occidente hacia el joven Estado comunista
era obvia. La URSS fue atacada por EE.UU., el Reino Unido y devastada
por brutales Legiones Checas y otras fuerzas invasoras.
Cualquiera
con un ápice de objetividad tendría que admitir (a menos que esa
persona quiera negar el principio básico del humanismo que declara que
todos somos iguales sin importar la raza o la nacionalidad, que la Unión
Soviética comunista cometió muchos menos crímenes que los países
occidentales bajo la bandera de ‘monarquías constitucionales’ o
‘democracias multipartidistas’.
Mientras los soviéticos estaban
ocupados sacando a decenas de millones de personas de la pobreza (y
hablamos, por ejemplo, de los musulmanes de Medio Oriente, las áreas
donde el nivel de vida finalmente alcanzó el de partes europeas de
Rusia, así como las demás incontables minorías que habitan ese enorme
país), aproximadamente en la misma época que los belgas se las
arreglaron para matar a unos 10 millones de personas en el Congo,
cortando manos y quemando vivos en sus chozas a mujeres y niños.
Los
alemanes cometieron un monstruoso genocidio (o llamadlo Holocausto)
contra la tribu Herero en Namibia, sin otra razón evidente que porque no
les gustaban sus miembros. Los primeros campos de concentración del
mundo fueron construidos por el Imperio Británico en África, y los
ataques coloniales franceses en el Sudeste Asiático, en África
Occidental y del Norte y en otros sitios están bien documentados. Los
holandeses saquearon, violaron, mataron y se enriquecieron en un gran
archipiélago que ahora se llama Indonesia.
Los genocidios,
los asesinatos masivos y el terror que fueron realizados por Occidente
en el resto del mundo, han sido innumerables; evidentemente se informó
poco al respecto, ya que la ‘ayuda exterior’ para la educación y los
medios, logró entrenar y disciplinar colaboradores en el mundo pobre
para garantizar que la verdad sobre el pasado generalmente se omitiera.
Incluso
el final de la Segunda Guerra Mundial no condujo al final del trato
bestial infligido a ‘los nativos’ por los colonialistas europeos y
norteamericanos. Hay que recordar el trato dado a la gente de Medio
Oriente por Winston Churchill y otros glorificados dirigentes
británicos. Todo eso, por cierto, está bien documentado, incluso en los
libros escritos por el propio Churchill, pero apenas mencionados por los
disciplinados y fiables medios dominantes y círculos académicos en las
naciones colonizadoras y colonizadas.
Hay incontables estatuas de Winston Churchill y del rey belga Leopoldo II en todas las capitales de Europa.
En
la segunda mitad del Siglo XX, durante la denominada ‘Guerra Fría’, la
Unión Soviética estuvo firmemente del lado de los oprimidos, del lado de
las luchas por la liberación, por la libertad en África, Asia y
Latinoamérica. Hay que preguntarse cuán poderosa ha sido la propaganda
para que haya logrado que todo esto se olvide.
Mientras
Europa y EE.UU. (y sus monarquías constitucionales y ‘democracias’
multipartidistas) promovían déspotas en Irán, Egipto, el Golfo, Medio
Oriente, Vietnam del Sur, Camboya, Corea del Sur, Chile, Argentina,
Guatemala, Nicaragua, Uruguay, la República Dominicana, Haití, Brasil,
Kenia, Sudáfrica, Indonesia y tantos otros desafortunados lugares, la
Unión Soviética apoyó las revoluciones en Cuba, Nicaragua, Tanzania y
Vietnam del Norte, apoyó a sus líderes, verdaderos héroes y liberadores
como Patrice Lumumba y el presidente Salvador Allende.
Y
nosotros dos –Noam Chomsky y yo– llegamos a la conclusión durante
nuestro reciente debate en el MIT, de que se permitió que los estándares
de vida en Riga, Praga o Berlín Oriental fueran significativamente
superiores a los de Moscú, mientras los de Tashkent o Samarcanda eran
solo marginalmente más bajos. El nivel de vida en las colonias y los
Estados clientes de Occidente eran diez, veinte, incluso cien veces
inferiores a los de Washington, París o Londres, resultando a menudo en
la pérdida de millones de vidas humanas.
Calculé que unos
55 millones de vidas se han perdido desde la Segunda Guerra Mundial como
resultado del colonialismo, neocolonialismo, invasiones directas,
golpes de Estado patrocinados y otros actos de terror internacional.
Probablemente estoy subestimando sobremanera las cifras, ya que hubo
vidas perdidas por hambrunas, desgobiernos terribles y la miseria total
provocada por el imperialismo occidental.
Decenas de
millones de vidas se perdieron también como resultado de las terribles
semillas sembradas por el imperialismo y el colonialismo; el caso más
obvio fue la partición del subcontinente indio.
Sugeriría
que en lugar de comparar el fascismo y el comunismo soviético, la
izquierda y todo el mundo pensante deberían comenzar a comparar lo que
es verdaderamente comparable: el fascismo, el colonialismo occidental y
el fundamentalismo de mercado (la fe fundamentalista más violenta en el
mundo actual), servidos y representados por los “sistemas
multipartidistas occidentales” y las “monarquías constitucionales”.
Cuando
me entrevisto con alguien nuevo, lo que sucede con gran frecuencia, no
enfrento nada más aterrador que la pregunta más simple y natural: “¿De
dónde proviene usted?”
No sé qué decir, no puedo responder
e incluso si pudiera, la respuesta sería demasiado confusa, demasiado
compleja y demasiado filosófica. Y además, a menos que optara por una
respuesta larga y detallada, la información sería muy inexacta.
Soy
un internacionalista dedicado, pero no es algo que acepten como
identidad la mayoría de las personas con las que me entrevisto.
Mis
entrevistadores y críticos a menudo escogen Praga, la antigua
Checoslovaquia o la actual República Checa como mi identidad, pero es
absolutamente falso. Praga nunca fue mi hogar. Checoslovaquia fue donde
viví una infancia infernal, donde durante el invierno llenaban mis
zapatos de orina y luego los otros niños dejaban que se congelaran
delante de la escuela o gimnasio, uno de los innumerables castigos por
tener una “madre asiática”. Es donde tuve que luchar después de cada
clase, desde los 6 años, por mi vida, simplemente porque mi madre no era
solo medio asiática, sino porque también era medio rusa.
En
realidad mi verdadera identidad está diseminada por doquier: yace en lo
profundo y en lo alto de los Andes peruanos y bolivianos donde enfrenté
la muerte en varias ocasiones mientras cubría la “Guerra Sucia”
peruana. Está en Chile, rebotando en los muros de las estrechas,
serpenteantes y a menudo hechizadas calles de la ciudad portuaria de
Valparaíso, yace con los poetas chilenos y las canciones de los
pescadores de su costa. Mi identidad se extiende por esa enorme masa de
agua del Océano del Pacífico Sur salpicado de pequeñísimos pedacitos de
tierra, ahora ‘Estados isleños’ que fueron colonizados y terriblemente
destruidos por las potencias coloniales tradicionales.
Mi
identidad proviene de la costa swahili de África y de alrededor de los
Grandes Lagos del continente, todos estos sitios que sufrieron el peor
genocidio de la historia moderna, el genocidio provocado por los
intereses políticos y económicos europeos y norteamericanos. Mi
identidad también yace en los desiertos de Medio Oriente, y si conociera
el subcontinente con un poco más de detalle, también sería de allí.
Estoy en mi casa en La Habana, Caracas, Buenos Aires, Onomichi, Pekín,
Ciudad del Cabo y Kuala Lumpur. Y también vivo en Japón, Indonesia y
Kenia.
Es un lío total, lo sé, es muy complicado y no puedo explicarlo, pero así es.
Durante
años, incluso décadas, mi hogar estuvo donde había una lucha por la
justicia y la independencia; he escrito libros y artículos, he hecho
películas y he participado directamente en la lucha. Ya me cuesta
identificar mi raza, cultura o identidad nacional, y ni siquiera trato
de hacerlo. Voy donde se me necesita. Y finalmente, también como
escribió García Márquez: mi casa está donde leen mis libros.
Nací
en Rusia, en Leningrado (lo siento, pero simplemente no puedo llamarla
San Petersburgo, como la llaman ahora, para mí será siempre Leningrado).
Nunca he vivido allí, porque mis padres me llevaron a Checoslovaquia
cuando solo tenía unos meses. Pero todos los años mi madre me ponía en
un avión, uno de esos viejos jets soviéticos Tupolev con mesas de caoba,
pantallas y caviar negro servido en todos los vuelos internacionales,
con solo una clase, y me enviaba a Leningrado donde me esperaba mi
abuela, armada de un juego de llaves para alguna humilde habitación en
la Bahía de Finlandia, una habitación que, para mí, era como un paraíso.
Mi abuela siempre iba armada de interminables entradas y pases para
óperas, espectáculos de ballet y exposiciones de arte. En los días del
comunismo no costaban nada, pero no era fácil conseguirlos.
Y
tenía montones de libros esperándome. Dejaba que ella me los leyera
aunque yo era capaz de leer. Me leía hasta bien entrada la noche y
cuando llovía afuera, esos momentos eran especialmente mágicos.
Desde
el momento en que abandonaba Leningrado comenzaba a contar los días que
quedaban hasta mi retorno. Tenía mi libro secreto especial para marcar
cada día que pasaba. La profunda y fría agua del río Neva, sus puentes,
sus espacios abiertos, la belleza de la excapital rusa, cubierta tan a
menudo por la niebla, el pathos de la historia rusa y luego soviética, el pathos de la historia de mi propia familia, todo eso cautivaba mi mente, me hacía soñar, me conmvirtió en un adulto prematuro.
En
Checoslovaquia, mi madre echaba terriblemente de menos a Rusia. Lloraba
casi cada noche. También me leía libros y mucha poesía.
De
esta manera, no tuve una infancia natural, pero lograron convertirme en
un escritor y desde temprana edad. Heredé su lucha, sus 900 días de
asedio, su guerra, su Rusia.
Ambas mujeres me transmitieron todo,
pero no fue solo el sufrimiento, las prisiones y las guerras, sino
mucha esperanza, la capacidad de soñar, entusiasmo, optimismo, así como
mucha solidaridad. Me enseñaron que siempre se puede construir de la
nada o reconstruir de las cenizas. Y que el amor, si es verdadero amor,
no es algo que pueda desaparecer, ni se desvanece en un mes o incluso en
varios años.
También me transmitieron el amor por su ciudad; su amor perdido pero nunca olvidado.
Ahora,
después de todos esos años volví a Leningrado. Para entonces era mucho
más latinoamericano o asiático que ruso. Mi lengua materna se sentía
repentinamente tan pesada y mohosa: era perfecta en términos de
pronunciación, pero arcaica y demasiado cortés.
Volví
agotado, después de lanzar mi gran libro en Londres, el libro sobre
Indonesia y cómo la arruinó Occidente tras el golpe patrocinado por
EE.UU. en 1965. Volví después de terminar mi documental de 160 minutos
sobre el genocidio en la República Democrática del Congo y después de
trabajar en la frontera de Uganda y luego en la de Turquía con Siria.
De
repente me sentí solitario y ansiaba desesperadamente contar mi
historia a alguien que me fuera cercano. Pero sucedió que no encontré a
nadie en Leningrado.
Vagué por las calles, tan queridas y al mismo tiempo tan ajenas.
Fui
a la vieja playa en Zelenogorsk, pero había cambiado: la dársena estaba
llena de embarcaciones privadas y yates en lugar de mis viejos
remolcadores y naves patrulleras.
Fui a visitar el bosque
donde arrojaron el cadáver de mi abuelo desde el tren. Ahora era el
cementerio memorial, de hecho un bosque encantado con nombres y
fotografías clavados en los árboles. No quise viajar al lugar desde la
ciudad en la que nací, desde Leningrado. Quise llegar desde Helsinki, un
lugar neutral, pero no fue posible.
El bosque estaba
silencioso. Había unos pocos deudos, pero fuera de eso un silencio
total. Mi abuelo, comunista, chino, estaba allí. Mi abuelo, un
lingüista, ministro de Salud de Kazajstán, un hombre que ofrendó toda su
vida a la revolución, pero cayó en desgracia y fue asesinado, tirado en
este bosque tranquilo, sin ningún respeto ni ritual.
Era
fácil sacar conclusiones, condenarlo todo. Pero había oído lo suficiente
sobre su persona para saber que no traicionaría sus creencias, tal como
mi abuela nunca lo hizo.
Antes de su muerte, pregunté a
mi abuela: “Nunca te volviste a casar. Seguiste siendo hermosa durante
décadas después de la muerte de mi abuelo. ¿Por qué?”
Sonrió
con su modesta sonrisa: “Tu abuelo”, dijo, “Fue un gran hombre. Es muy
raro encontrar un hombre semejante. Otros no le llegaban ni al hombro”. Y
no hablaba de la altura de mi abuelo.
Era comunista, y lo que
eso significaba para él, era simplemente el proceso de construir un
mundo mucho mejor que el que conocía desde su infancia.
En
el bosque me senté en el pasto. Hacía frío. Después de todas las
guerras que había cubierto, después de los 145 países que había
visitado, las docenas de libros y películas que había producido, después
de toda esa lucha, sentí repentinamente la necesidad de aferrarme a
algo, solo por ese momento; tenía que hablar, que me abrazasen, contar
la historia desde el principio hasta el fin. Nunca fui adepto a las
autobiografías, pero ahora necesitaba que me comprendieran. Pero
finalmente llegué solo, con mi Leica y un pequeño libro de poesía
escrito por Antonio Guerrero Rodríguez, uno de los 5 cubanos patriotas
brutalmente encarcelados en Miami.
Toda mi familia materna
había sido despedazada y dispersada. Pero éramos todos combatientes.
Como mi abuela y mi abuelo tenía que seguir adelante: tenía que luchar y
combatir por lo que creo. Como ellos sabía cuán corta es la vida, qué
poco tiempo tenemos, cuán precioso es y cuán poderoso es el enemigo.
Después
viajé en el legendario metro de Leningrado, con todos esos palacios
subterráneos y los desvencijados vagones de la era soviética.
Seguí
leyendo a Antonio Guerrero Rodríguez, la edición bilingüe en español y
ruso que me regaló en Kiev el traductor de mis escritos.
El amor que expira no es amor
El verdadero amor pertenece
A todo el tiempo, a la tierra toda,
Sin temor enfrenta tempestades,
Resiste hasta el filo de la muerte
Y, como la natura, es eterno.
Sentí
que una joven leía por encima de mi hombro. Después de un momento, me
preguntó en un español aceptable: “¿Es verdad lo que dice?” Respondí,
también en español: “Sí, están en la prisión, todos ellos. Es terrible”.
“No es lo que quiero decir”, me dijo con cierto apremio. “¿Es verdad lo que dice? ¿Qué el amor es eterno o no es amor?”
Me
sorprendí, ya que algo semejante no habría ocurrido ni siquiera en
Buenos Aires, esa conversación solo podía tener lugar en La Habana… y
aquí. Entonces me di cuenta de que después de todo era mi ciudad, la
ciudad donde los poetas son leídos por millones de personas, la ciudad
que me convirtió en escritor. Miré a la muchacha, la miré directamente a
los ojos y respondí en ruso: “Mis abuelos pensaban lo mismo. No sé si
es así, pero siempre he vivido como si lo fuera”.
La joven
asintió. No dijo nada, pero al descender del vagón en la estación
siguiente, me dio la sonrisa más brillante que he recibido en años.
Obviamente la ciudad tenía su manera de darme fuerzas.
Afuera,
en la orilla del río Neva, puse apoyé la frente un momento en el muro
de granito que separa la acera de la inmensa vía fluvial. La piedra
estaba fría, refrescante.
Leningrado no trató de
retenerme. Es demasiado orgullosa, demasiado enorme. Pero sentí que me
estaba abrazando antes de dejar que volviera a la guerra, a la batalla.
Tenía que continuar el legado de los que lucharon por la supervivencia
de la humanidad en los años cuarenta. Conocía todos esos lugares que
estaban sitiados; conocía muchos sitios en esta tierra peores que
cualquier infierno descrito por las teorías religiosas. Realmente
conocía muchos. Estaba obligado a luchar y trabajar, día y noche.
Como
saben Rodríguez y otros uno tiene que luchar cuando se masacran
hombres, mujeres y niños, cuando se destruyen naciones y culturas
enteras. Cuando llaman justicia a la injusticia y en su nombre reina la
crueldad.
Con las profundas aguas del Neva frente a mí,
murmuré como lo hice de niño dirigiéndome a la ciudad: “Ahora me voy,
pero volveré. Por favor espérame”.
Andre
Vltchek (http://andrevltchek.weebly.com/) es un novelista, cineasta y
periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas
de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Sur del
Pacífico es llamado Oceania y está en venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado, se titula Indonesia – The Archipelago of Fear ”, http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab
sobre el mayor campo de refugiados del mundo. Después de vivir muchos
años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek vive y trabaja actualmente en
el Este de Asia y África.
Tomado de: rebelion.org
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